domingo, 3 de junio de 2012

Estas son nuestras armas.

Con un bolígrafo trazamos los símbolos que luego podemos colorear. 
A veces, lo que escribimos no precisa más color. La composición que hemos realizado es tan perfecta que el color le sobra. 

Hace unos días, en la Feria de artesanía de la Villa, en uno de los puestos me ofrecieron dejar mi impresión. 
Tras unos segundos comencé a escribir, más o menos, lo que sigue:

"Ahora ya sé una cosa más. Podría irme a dormir, pero es el momento de despertar. Es el momento de estar más despiertos que nunca.

Soñad, seguid soñando, pero incluso hasta despiertos podéis seguir haciéndolo. 

Estas son nuestras armas. Otra de ellas es la poesía, como ya dijera Gabriel Celaya: 

"La poesía es un arma, cargada de futuro"El vuestro, el que nadie tiene derecho a cuestionar.

La poesía es un arma cargada de futuro

Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,
mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente existiendo, ciegamente afirmado,
como un pulso que golpea las tinieblas,

cuando se miran de frente
los vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen las verdades:
las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.

Se dicen los poemas
que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden ser, piden ritmo,
piden ley para aquello que sienten excesivo.

Con la velocidad del instinto,
con el rayo del prodigio,
como mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo idéntico a sí mismo.

Poesía para el pobre, poesía necesaria
como el pan de cada día,
como el aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.

Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que somos quien somos,
nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos tocando el fondo.

Maldigo la poesía concebida como un lujo
cultural por los neutrales
que, lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.

Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto respirando.
Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas
personales, me ensancho.

Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo por eso con técnica qué puedo.
Me siento un ingeniero del verso y un obrero
que trabaja con otros a España en sus aceros.

Tal es mi poesía: poesía-herramienta
a la vez que latido de lo unánime y ciego.
Tal es, arma cargada de futuro expansivo
con que te apunto al pecho.

No es una poesía gota a gota pensada.
No es un bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo como el aire que todos respiramos
y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.

Son palabras que todos repetimos sintiendo
como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo más necesario: lo que no tiene nombre. 
Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos."

 
Gabriel Celaya.

Ahora, sólo nos falta ponerle música. ¡Qué mejor que Paco Ibañez para ello!


Espero que lo disfruteis. 

El ratoncito Roquefort.



De Santiago Alba Rico. Una delicia para los sentidos. ¡Qué no te las den con queso!.


Con moraleja y politeja incluida.



"La primera gran ventaja de los cuentos tradicionales es que no estaban hechos con “valores” sino con “objetos” y funcionaban, por tanto, como instrumentos de medición y no de instrucción o adoctrinamiento. Caperucita Roja contiene, sobre todo, una lista de la compra y una breve lección de anatomía, un acercamiento empírico a los colores elementales, a los sabores esenciales, a las funciones básicas del cuerpo. Una de esas funciones –y uno de esos objetos– es el lenguaje y por eso, a edad temprana, el niño come también palabras, y no sólo pan o leche, y a veces se ‘apalabranta’ (que es lo que ocurre cuando uno se atiborra y atraganta de vocablos): por una especie de empirismo fundamental los niños aman no sólo el barro y los ‘mejunjes’ alimenticios sino también los trabalenguas, los calembour, las repeticiones y encadenamientos que, como en El Gallo Kiriko, inducen los placeres de la acumulación y el descarrilamiento. En los primeros años, todo se juega en el plano digestivo. Está el placer de comer, también palabras, y el temor de ser comido, que es al mismo tiempo el de ser reducido al silencio.
Chesterton, que nunca tuvo hijos, entendió mejor que nadie que “la moraleja les resbala a los niños como el agua en la espalda de un pato”. Perrault y los hermanos Grimm, recopiladores burgueses, añadieron las moralejas a los cuentos tradicionales, ya un poco edulcorados, para tranquilizar a los padres.
Por mi parte, si en El ratoncito Roquefort he añadido una ‘politeja’ ha sido para provocarlos. En todo caso, se trata –como tanto otros que me inventé para mis hijos– de un cuento típico de acumulación y encadenamiento presidido por el empirismo de los números y las viandas y tensado por el conflicto elemental entre comer y ser comido. El error de una gran parte de la literatura especializada, como ya denunciaba Chesterton y revelan de un modo hilarante losCuentos infantiles políticamente correctos de James Finn Garner, es el de querer construir los relatos a partir de esa cuña artificial –la moraleja, que por eso mismo deja de ser necesaria– y con “valores” y “buenas intenciones” en lugar de con “objetos” y “conflictos”. Nunca un mundo tan canalla ha tenido una literatura infantil tan moralizante.
La otra gran ventaja de los cuentos tradicionales es que aterrorizaban a los niños al tiempo que les dejaban siempre una salida. “Enseñan”, decía también Chesterton, “que existen los ogros y que se puede vencerlos”.
Desde el punto de vista literario y pedagógico ese esquema me parece insuperable y una narrativa infantil de izquierdas debería al mismo tiempo restablecerlo, contra la cursilería políticamente correcta, y rellenarlo con una musculatura diferente. El juego de las oposiciones binarias (lógicas y éticas) es irrenunciable y tratar de fundar un relato sobre la conciliación de los opuestos, reivindicando los grises, señalando la ‘ogritud’ de Pulgarcito y la ‘pulgarcitez’ del Ogro, no sólo es aburrido sino retórico y falso. Para tomar posiciones –que es a lo que debe conducir una verdadera educación– es necesario partir de un maniqueísmo radical: antes de que John Silver nos resulte irresistiblemente simpático debemos haber aprendido que es, en cualquier caso, el malo. El problema de Walt Disney no es que distinga tajantemente entre Bien y Mal sino que en sus películas los buenos son blancos, machistas, racistas, cursis y convencionales y los malos tienen la piel oscura, hablan con acento hispano y ocupan un rango inferior en la escala simbólica animal. ¿No puede invertirse este reparto?
Cuando mis hijos eran pequeños inventé para ellos –también lo hacía en Los electroduendes– toda una saga muy tradicional en la que Karl Marx, en el papel de hada, comparecía en el último minuto, blandiendo El Capital a guisa de varita, para salvar a una familia de enanitos privada de vivienda, o a un cerdito explotado en la cocina de un restaurante, de las garras de un Ogro rico, pijo y caprichoso.

De: http://paorostan2.blogspot.com.es/2012/01/blog-post.html